Lazos que no se ven, pero salvan

No sé cómo empezó la conversación, pero sí recuerdo el silencio que quedó después.

Uno de mis amigos, con esa tranquilidad que tienen los que ya no le tienen miedo a las preguntas, dijo apenas una palabra ante una pregunta: Lazos.

Y fue todo. Como si no hiciera falta más. Como si en esa sola palabra estuviera contenida toda la ternura del mundo. Como si el corazón hubiera hablado sin pedir permiso.

Lazos. Qué palabra más simple, y sin embargo, qué profunda. Lazos. Como los que se atan sin nudos, pero no se sueltan nunca. Como los que no se ven, pero se sienten. Como los que no pesan, pero sostienen. Como los que no aprietan, pero abrigan.

Esos son los lazos de la amistad. Esos que se forman sin contrato, sin condición, sin obligación. Esos que nacen cuando dos personas, sin compartir apellido, ni historia, ni siquiera a veces gustos o caminos, se reconocen. Se abrazan sin tocarse. Se entienden sin hablar. Se eligen sin decirlo.

Esos amigos que llegan cuando menos esperás. Que están cuando más los necesitás. Que no te piden explicaciones. Que no te juzgan ni te pesan. Que te acompañan en la alegría sin envidia, y en la tristeza sin miedo. Que lloran contigo, sin saber por qué llorás. Que se quedan en silencio cuando no hay palabras, pero ese silencio no duele. Porque están.

Y eso es lo que salva. Estar. En las batallas más pequeñas. En las derrotas más íntimas. En las alegrías que nadie entiende. En los días sin ganas. En las noches sin sueño. Están. Y basta con eso.

Hay amigos que no son ruidosos. Que no publican su amor. Que no se hacen ver. Pero ahí están. En la voz que te llama sin esperar respuesta. En el mensaje que llega cuando más lo necesitabas. En el recuerdo que duele menos porque te lo comparten. En la carcajada que no podrías soltar con nadie más. En el terere que no es por la yerba, sino por el ritual. En la espera, en la paciencia, en la ternura callada.

Y tú sabes de quién hablo. Ya lo viste. Ya se te vino a la mente. Ese amigo, esa amiga, ese hermano sin sangre que la vida te regaló. Y capaz hasta se te llenaron los ojos, porque sabes el sufrimiento que pasaste, que pasaron.

Y entonces pienso, como una ráfaga, en aquel paraguayo que soñó, bajo la sombra de un árbol y entre risas compartidas, con que el mundo tuviera un día para recordar esos lazos invisibles. Fue hasta la ONU. Y lo logró. Porque entendía que el mundo, con tanta guerra, tanta indiferencia, tanta prisa… necesitaba una pausa. Una excusa para abrazarse sin razón. Para agradecer sin miedo.

Ese es el verdadero homenaje. No las flores. No las fechas. No los regalos. Sino el sentimiento intacto. El que se renueva en cada gesto. El que se escribe sin tinta. El que no entiende de distancias ni de olvidos. Porque la amistad verdadera no caduca. No se vence. No se rompe.

Hoy, entonces, este texto es para ti. Para ese amigo que está. Para el que estuvo. Para el que llegará. Para el que te sostuvo cuando no sabías cómo levantarte. Para el que te esperó en tus peores días. Para el que no se fue, aunque tenía motivos. Para el que te eligió mil veces, aún sin decirlo. Para el que te sostuvo, vestido de negro, cuando tu mundo se desmorono…

Y también para ti que estás leyendo, que entiendes estas palabras, porque lo viviste. Porque sabés lo que es llorar en silencio y sentir una mano en el hombro. Porque sabés lo que es reír sin culpa con alguien que conoce tus sombras. Porque sabés lo que es no estar solo.

A los que hicimos en la vida, a los que encontramos en la universidad, en el trabajo, en las esquinas del día a día, en las coincidencias hermosas que a veces nos regala el destino… gracias.

Gracias por existir. Gracias por no soltar. Gracias por hacer de este mundo un lugar menos hostil.

Porque hay batallas que se ganan solo con un amigo al lado. Y hay vidas que se salvan, sin que nadie lo sepa, por un lazo que nadie ve. Porque hay días que no tienen nombre, pero duelen. Días en los que el trabajo pesa, la familia aprieta, la vida cansa y el corazón se rompe en silencio. Batallas sin himnos ni medallas. Batallas cotidianas, invisibles, agotadoras. Esas donde nadie ve tu llanto, pero alguien te ofrece una sonrisa. Donde no puedes más, pero alguien te dice que cuanto significas. Donde el mundo se desmorona, pero una sola palabra, una risa, una presencia, te lo reconstruye. Porque a veces ser amigo es eso. Es quedarse cuando todo empuja a irse. Es callar para no herir. Es ser duro para proteger. Es regalar esperanza sin prometer nada. Y a veces, sin saberlo, con solo existir, con solo estar… se cambia el mundo de alguien.

Autor: Lic. Hugo Alessandro Cicciolli Almada

Coordinador de Carrera de la Facultad de Educación a Distancia y Semipresencial

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