José Gaspar Rodríguez de Francia, el mito de una leyenda

En las profundidades del tiempo, donde la historia y el mito se entrelazan como ríos en un cauce infinito, se alza una figura que no solo gobernó, sino que definió el destino de una nación. José Gaspar Rodríguez de Francia, el Supremo Dictador del Paraguay, es mucho más que un nombre inscrito en los anales del poder, es el eco de una era, el constructor de una soberanía que desafía las tormentas del olvido.

Nacido el 6 de enero de 1766 en Asunción, bajo el cielo ardiente de una tierra que ya presagiaba su grandeza, Francia fue un hombre moldeado por la Ilustración y por la austeridad de los tiempos. Hijo de un capitán brasileño y una aristócrata asuncena, su formación en el Colegio de Montserrat en Córdoba lo sumergió en las ideas de Rousseau, Volney y Franklin (Quintana Villasboa, 2016). Aquella educación no solo le otorgó conocimientos, sino una visión inquebrantable, la razón sería la espada y la justicia su estandarte.

Sin embargo, Francia no fue un filósofo enclaustrado, sino un guerrero de la pluma y la acción. En 1814, cuando el caos amenazaba con desmembrar la incipiente República, asumió el título de Supremo Dictador. Desde entonces, gobernó como un monarca solitario, pero no por ambición desmedida, sino por una fe absoluta en que el Paraguay necesitaba una mano firme para sobrevivir a los embates de potencias vecinas y a los fantasmas de su pasado colonial.

Fue en su despacho, rodeado de libros de Voltaire y Rousseau, donde se gestaron las decisiones que marcaron su era. Pero también fue allí donde el Supremo se refugiaba en el misterio, lejos de las miradas inquisitivas. Se decía que las paredes de su biblioteca contenían secretos, y que, en la soledad nocturna, susurros inaudibles parecían llenar el aire, como si conversara con los ecos de la historia misma. Suprimía el Cabildo en 1824, declarándolo un vestigio arbitrario del régimen español (Quintana Villasboa, 2016). Prohibía el comercio de oro y plata, cerraba las fronteras y gravaba fuertemente a las élites coloniales, no por capricho, sino porque comprendía que la independencia política no sería suficiente sin una independencia económica real.

Francia gobernó como quien cincela una estatua en la soledad de la noche, cada golpe calculado, cada decisión medida por su impacto en el porvenir. Los críticos lo acusaron de tirano, pero él mismo se consideraba un padre que corregía los desvaríos de sus hijos. Era severo, sí, pero también justo. En un país devastado por la desigualdad y la traición, su austeridad personal fue un ejemplo de virtud. Rechazó los lujos del poder, vivió de manera modesta y dedicó cada instante de su existencia a la república que imaginó.

Hay quienes dicen que el Supremo conocía todos los rincones de Asunción, que, de noche, cubierto por la penumbra, recorría las calles disfrazado, escuchando a su pueblo. Estas historias, aunque imposibles de verificar, alimentan el aura de misterio que rodea su figura. En su gobierno, el aislamiento del Paraguay fue tanto una estrategia como una necesidad. Construyó un Paraguay fuerte, pero también aislado. Protegió la soberanía de su pueblo, pero a un costo que algunos considerarían excesivo. Su gobierno fue una paradoja viviente de la razón llevada al extremo, la justicia convertida en deber ineludible.

Augusto Roa Bastos, en su monumental obra “Yo el Supremo”, lo inmortalizó como una figura que trasciende el tiempo. En sus páginas, Francia no es solo un hombre, sino un símbolo del poder absoluto, de la lucha por la libertad, de las contradicciones inherentes al liderazgo. Su voz resuena en un monólogo interminable, donde dialoga con los fantasmas de la historia y con las sombras de su propia conciencia. Se dice que su mente era un laberinto, un lugar donde las grandes ideas y los temores personales se entremezclaban, creando una amalgama de genialidad y obsesión.

El mito del Supremo no es solo una construcción literaria. Vive en los ríos, en los cerros y en las memorias de un pueblo que aún debate su legado. En los relatos de los ancianos, se dice que el eco de su voz puede oírse en las noches de tormenta, susurrando las leyes que un día redactó. ¿Fue un salvador o un tirano? ¿Un visionario o un dictador? Las respuestas varían dependiendo de quién las formule, pero lo innegable es que José Gaspar Rodríguez de Francia fue, y sigue siendo, el arquitecto de un Paraguay que se alzó desde las cenizas para reclamar su lugar en el mundo.

Que su figura inspire, que su legado provoque reflexión, y que su sombra, como la de un coloso, siga proyectándose sobre la tierra que amó y moldeó con cada acto de su vida.

 “Tal fue Francia y tal ha sido su obra. Maldigamos aquel por sus crímenes, pero bendigamos esta última” Cecilio Báez, 1888.

Autor: Lic. Hugo Alessandro Cicciolli Almada

Coordinador de Carrera de la Facultad de Educación a Distancia y Semipresencial

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