En la historia de los pueblos hay nombres que se pronuncian como una plegaria y otros que se levantan como una bandera. Eligio Ayala pertenece a ambos. Fue el hombre que devolvió dignidad a la palabra “Estado” cuando el país naufragaba entre deudas y derrotas. Fue el que, con su temple de acero y su cerebro encendido, demostró que la patria podía ser gobernada sin robar, sin mentir, sin rendirse. Por eso la historia lo consagró con un título que no necesita oropeles, el Cancerbero del Tesoro Nacional.
Así lo llamó Arturo Bray, su biógrafo y soldado de la palabra. “Un cancerbero feroz e intransigente del dinero público”, dijo. Y la imagen prendió en la memoria del Paraguay como una verdad inquebrantable. Eligio, con su rostro adusto y su mirada severa, no solo custodiaba las arcas de la nación; custodiaba el alma misma del país. Aquel que intentara tocar un guaraní indebido sabía que del otro lado no había un burócrata, sino un guardián armado, dispuesto a morir antes que ver profanada la casa de la República.
Había nacido, cuando el Paraguay todavía lamía las heridas del exterminio. Fue un autodidacta del sacrificio, un hijo del polvo que caminó hasta el saber. En Europa, donde estudió Filosofía, Derecho y Economía en universidades de Alemania y Suiza, se templó su mente moderna y su visión universal. Hablaba alemán, francés y el además del Español y Guaraní. En aquellos años de estudio, entre tratados y doctrinas, aprendió que los países pequeños solo sobreviven cuando son más honestos que los poderosos. Y regresó con esa convicción clavada como lanza en el alma.
Al llegar, encontró una nación deshecha por la guerra civil y por la bancarrota. Y en ese caos, Eligio Ayala se convirtió en el orden. Su lápiz valía más que cien fusiles. Su austeridad era tan severa que se volvió leyenda, se decía que dormía poco, que no tenía vicios, que trabajaba con una lámpara encendida hasta el amanecer, revisando cada gasto, cada firma, cada cifra del presupuesto como quien revisa una herida abierta. Su celo por la pureza del erario era casi religioso. No se trataba solo de números; era una cruzada moral.
Los viejos funcionarios lo temían. Los jóvenes lo admiraban. Cuando alguien quiso interceder para nombrar un secretario fuera de presupuesto, Eligio respondió seco: “Si lo necesita, páguelo de su bolsillo.” Esa frase, breve y tajante, era su Constitución personal. Así, con su pluma incorruptible y su carácter de hierro, logró lo que parecía imposible, convertir el déficit en superávit, la desesperanza en equilibrio. En 1926, el Paraguay registró un superávit financiero histórico. No hubo préstamos, ni favores, ni trampas, hubo honestidad. En un país que había vivido entre guerras y ruinas, aquel milagro económico fue el acto más revolucionario de su tiempo.
Eligio Ayala fue también el presidente que vio el futuro. Pacifista por convicción, había observado los horrores de la Primera Guerra Mundial en Europa, pero entendió que la paz solo se sostiene cuando el país está preparado para defenderla. Supo que el peligro del Chaco no era una sombra lejana, sino una certeza que se avecinaba. Y con una inteligencia fría, casi profética, decidió que el Paraguay debía fortalecerse. No pidió préstamos ni hipotecó la soberanía. Con los mismos fondos nacionales, con los frutos del orden y la austeridad, mandó a construir en Italia los cañoneros Paraguay y Humaitá, que más tarde serían los guardianes de nuestros ríos durante la Guerra del Chaco. Ninguna bala extranjera financió esos acorazados, los pagó la decencia de un hombre que sabía administrar.
Su vida fue una parábola del deber, pero su muerte fue una tragedia griega. El hombre que había vencido a la corrupción no pudo vencer al destino. Amó en silencio a una mujer, su confidente y sombra discreta, con quien compartió años de ternura contenida. En un país de moral severa y rumores agudos, aquel vínculo se mantuvo oculto, hasta que la fatalidad lo llevó al abismo. En la noche, cuando ya no era presidente sino ministro, salió armado de su casa, diciendo que debía “arreglar una porquería”. Lo esperaban la traición y el fuego. En una casa modesta, entre celos, malentendidos y fatalidad, cayó herido de tres balas. Irónicamente, una de ellas provenía de un revólver Colt que él mismo había regalado a su amada para su defensa. Fue la bala más amarga de su vida, el eco de una ironía que solo los dioses entienden.
Murió al día siguiente, sin escándalo, sin llanto público. Los periódicos liberales lo despidieron con discreción; los opositores con sarcasmo. Pero el pueblo, en voz baja, empezó a murmurar su nombre con respeto. Eligio Ayala, el hombre que había sido el más temido de los ministros, el más justo de los presidentes, había muerto de amor y de destino, como si el deber necesitara también su tragedia para cerrar el ciclo del mito.
Décadas después, el Paraguay reconoció su grandeza y llevó sus restos al Panteón Nacional de los Héroes, donde descansan junto a los que empuñaron fusiles. Pero él no necesitó fusil, su arma fue la moral. Su guerra, la corrupción. Su victoria, la dignidad. Eligio Ayala no fue solo un político, fue un fenómeno de voluntad y de ética. Fue el único que pudo mirar a la patria a los ojos sin bajar la cabeza.
Hoy, cuando el país sigue buscando hombres que no vendan su honor, su figura se levanta como un faro que aún alumbra en la tormenta. Si cada persona recordara su ejemplo, si cada paraguayo entendiera que servir a la nación es un acto de pureza, entonces el Paraguay sería otra vez la tierra que Eligio soñó, sobria, justa, incorruptible.
Porque los pueblos no se salvan con discursos, sino con hombres que, como él, estén dispuestos a morir por un ideal sin manchar su conciencia.
Eligio Ayala, el gran estadista del Paraguay, el Cancerbero del Tesoro Nacional, fue y será el símbolo más noble de lo que este país puede llegar a ser cuando la honestidad no es una excepción, sino una bandera.
Mientras haya alguien que pronuncie su nombre con orgullo, el Paraguay tendrá esperanza. Porque la patria, al fin y al cabo, no se mide por sus riquezas, sino por la pureza de sus hombres. Y pocos han sido tan puros, tan fieros y tan humanos como él.
Autor: Lic. Hugo Alessandro Cicciolli Almada
Coordinador de Carrera de la Facultad de Educación a Distancia y Semipresencial